Apenas salimos del paso fronterizo, me di cuenta rápidamente que Israel podía ser un país desarrollado pero no por eso muy distinto a Egipto. A 150 metros de la parada de colectivo, allí estaban ellos: los taxistas, acosándonos para que nos subamos. Acostumbradas a la gran tramoya egipcia, nos negamos rotundamente. Pero para nuestra sorpresa, un simple pasaje de colectivo urbano costaba más de 7 pesos argentinos y tranquilamente hubiésemos pagado lo mismo o menos por una vueltita en taxi.
Entrar a Eilat, la primera ciudad israelita después del paso fronterizo, fue lo mismo que llegar a Miami. Playa, arena (artificial), palmeras y mucha pinta de ciudad costera norteamericana. Faltaba Boca Ratón y la Señorita Fine. Avenidas amplias, orden y limpieza. Por estas partes del mundo, un lujo.
Pero de repente me di cuenta que el lujo se acaba cuando uno ve, con sorpresa, que muchos civiles portan armas. Y no estoy hablando de un revólver, una simple escopeta o una “inocente” arma blanca. ¡Cargaban ametralladoras en la espalda como si llevasen una mochila! Las cargaban con tanta soltura y normalidad, que me tentaba tocar una y ver qué pasaba si me acercaba demasiado. Obviamente, mi curiosidad infantil no pasó más allá de la fantasía. Cuando uno se topa con asesinos, los reconoce fácilmente. Es la típica mentalidad yanki del “derecho a proteger mi propiedad” y todas esas “incivilidades”. Lo hacen con tanta naturalidad que uno observa rápidamente la situación de omnipotencia y superioridad que imparten.
Después de muchos colectivos, exactamente igual de minúsculos que en Egipto, llegamos a Jerusalén, una ciudad bellísima entre montañas – muchas muy famosas. La vieja ciudad es impresionante, llena de mística y creencias, historia y mito, todo fundido tras las murallas de la Vieja Ciudad.
El hostel, Petra, es el más antiguo de la ciudad, ubicado adentro de las murallas, a solo dos cuadras de la Torre de David. Un espectáculo. En él se hospedaron muchos viajeros famosos, siendo el más famoso el escritor Mark Twain – quien dicho sea de paso, aborreció la Jerusalén de aquella época.
Después de caminar y pasear, todo fue mucho más claro. El chico del hostel se llamaba Alí. Enseguida me di cuenta que hablaba árabe. Cuando fuimos al supermercado a comprar jamón y pan para hacernos sándwiches, el dueño hablaba árabe. De repente, toda mi bronca y mi rebeldía desaparecían, para amigarme con un pueblo que lejos estaba de ser el egipcio. Y mi cabecita empezó a ensayar sus frases en árabe, los diálogos, los saludos... Y todos me miraban confundidos, hasta que les explicaba que estaba casada con un egipcio, y que estaba aprendiendo árabe. Y de pronto, me di cuenta... ¡todos hablaban árabe! Porque señores, por si no sabían... ¡los judíos prácticamente no laburan!
Y así como en las calles de Jerusalén se escucha más árabe que cualquier otro idioma, también me percaté de otro dato importante: que los judíos… ¡no hablaban en hebreo! Desde el más laico (que no existe) hasta el más ortodoxo de los judíos, TODOS hablaban inglés. Y no me refiero con los turistas: entre ellos, con sus hijos, con sus amigos… Sentarnos en el barrio judío a comernos unos buenos bagles (de la mejor selección kosher, por supuesto), fue la mejor estrategia para observarlos. ¿Cómo podía ser que no hablaran en hebreo en su vida diaria, en su cotidianeidad de todos los días? Y la respuesta no tardó en llegar. Ante todo… son yankis. Y en el mejor de los casos… argentos. Cada vez que nos perdíamos, que empezábamos a putear por alguna razón, salía el argento de abajo de las piedras a rescatarnos. Nunca nos falló.
Y entonces entendí que el país que tan desarrollado se dice ser, de desarrollado poco tiene. Porque el que vive en la villa afuera de Rosario, tiene un rancho mucho más lindo que los que vi yendo al Mar Muerto, atrincherados como vacas con torres militares, al mejor estilo ghetto nazi. Muertos de hambres, sobre una tierra totalmente infértil, en donde el agua es un verdadero lujo.
Que en un país en donde todo parece andar tan bien, los locos psiquiátricos salían de abajo de las piedras, tan comúnmente como los argentos salvadores. Eso es algo que impresiona. La gente alucina, está perdida, se acerca a hablarte de historias increíbles, marginalizada y vagabundeando en la calle. En Egipto veo pobreza a diario, pero jamás he sentido el desamparo que vi en Israel. Es que si yo perteneciese a un Estado que aplica las mismas prácticas genocidas que los nazis aplicaron a mis ancestros, creo que también sentiría la necesidad de volverme invisible…
Visitar Jerusalén fue duro. Fue una mezcla de liberación y aprecio por el mundo árabe, y al mismo tiempo de tristeza por ver una sociedad totalmente devastada por las atrocidades de un grupúsculo de inhumanos que dicen pertenecer a una tierra cuya lengua ni siquiera hablan… Y lo peor es ver a todos esos jóvenes dando sus vidas por un grupete de piratas, que bajo la excusa de la religión, no mandan a sus propios hijos a la guerra que ellos mismos comandan. Si, ¡increíble! Porque los ultra-ortodoxos, por supuesto, además de no laburar… tampoco van a la guerra.
Feliz emprendí mi vuelta a Egipto. Y cuando llegamos a la Aduana Israelita, los muy ladrones nos cobraron lo que sería más de 100 pesos para salir del país en concepto de… ¡permiso para salir del país! Irrisorio. Nunca visto. Lo peor es que uno llega ya sin shekels (moneda israelita), y debe cambiar obligadamente en la frontera. En Jerusalén, mi buen amigo árabe me daba 5,70 shekels por cada Euro. En la frontera me dieron 4,30 shekels por cada Euro. Una E-S-T-A-F-A.
Y entonces empecé, puteadas de por medio, a recordar con orgullo que en Egipto, el cambio es EXACTAMENTE EL MISMO, en cualquier casa de cambio o banco, dentro o fuera del aeropuerto (algo bueno tenía que tener). Y pasamos, lo que pensé, era el último control.
Y mientras caminábamos, seguí: “Israelitas de mierda y la concha de su abuela, estafadores del orto, esto en el primer mundo no pasa, son igual de incivilizados que los egipcios, y la puta madre que los re mil parió…” Y seguía mi repertorio, hasta que nos topamos con el último milico israelita , que nos dijo seriamente: “Passports please”. Con mi cara de ojete, se lo mostré. Y después, con una sonrisa enorme, su cara de vivo total, y en su mejor argento, nos miró y nos dijo: “Y bueno, de algo hay que hacer plata, chicas”.
“Si, pero no deja de ser un robo” – le respondieron las cocoritas argentas.
Y me fui, dando un portazo. Entendiendo que la política israelita es muy simple: “cagaremos a todos los que haya que cagar con tal de hacer papota.”
No es necesario hacer ningún super análisis político: las Islas Canarias están en África, las islas Malvinas están sobre el Mar Argentino, 1 Euro cuesta 5,70 shekel y encerrar a un pueblo detrás de un muro hasta esperar que desaparezca… pues bueno, eso simplemente se denomina genocidio….
R
Una de las entradas a la Vieja Ciudad… así quedó después de la recuperación israelita de la ciudad de Jerusalén. Si, esos huecos que ven son de balas.
Recorriendo la Vieja Ciudad por dentro… al fondo la iglesia alemana más famosa del lugar
Exactamente igual que en la religión musulmana, hombres y mujeres se encuentran separados dentro de la sinagoga. Y al igual que en la religión musulmana, el espacio para las mujeres es diminuto y por lo tanto el hacinamiento impera (lo mismo aplica para el sagrado Muro de los Lamentos).
El monumento que más me impactó: el Domo de la Roca, en el barrio musulmán. Una verdadera obra de arte arquitectónica con todo el esplendor del arte árabe
Salida del barrio islámico – arte mameluco
El Mar Muerto: una experiencia interesante pero demasiado oleosa con mucho olor a … muerto. Para hacer una sola vez en la vida. Mejor me quedo con el Mar Rojo :o)